
Los recuerdos más claros que tengo de mi abuelo tienen un sabor amargo. En el 1987 mi abuelo Sylvestre, inscrito con tres nombres diferentes, con 16 hijos a cuestas y un reguero de nietos, se desgastaba a cuentagotas en una cama gracias a un cáncer que se lo comía por dentro, y yo, que sólo tenía 9 años y no conocía el mundo más allá, aprendí de una enfermera, que de seguro estaba loca, a ponerle la alimentación por vena a través de una máquina y me hice cargo hasta el último día. Y me hice grande a la brava, dormía en el piso para tenerlo cerca, y recuerdo las veces que se quejaba y escupía una sustancia marrón que hedía y yo me lo aguantaba decidida, porque había que hacerlo.
Todavía recuerdo el día que tío Noel nos levantó a mi hermana y a mí para decirnos que mi abuelo se había muerto. No lloré. No se vale ser egoísta cuando la gente que uno quiere se hace pedazos.
Ahora tengo 33 años y todavía tengo frescas en la mente todas las veces que mi abuelo me buscaba a la escuela y me agarraba de la mano, y yo me sentía grande al lado suyo, porque él era así, gigante.
Todavía hay momentos en que lo siento cerca, porque un amor como el suyo no reconoce límites, y ando convencida de que siempre anda dándome la vuelta (para halarme la oreja cuando ande en riesgo de meter la pata).