domingo, 6 de marzo de 2011

Sylvestre


Los recuerdos más claros que tengo de mi abuelo tienen un sabor amargo. En el 1987 mi abuelo Sylvestre, inscrito con tres nombres diferentes, con 16 hijos a cuestas y un reguero de nietos, se desgastaba a cuentagotas en una cama gracias a un cáncer que se lo comía por dentro, y yo, que sólo tenía 9 años y no conocía el mundo más allá, aprendí de una enfermera, que de seguro estaba loca, a ponerle la alimentación por vena a través de una máquina y me hice cargo hasta el último día. Y me hice grande a la brava, dormía en el piso para tenerlo cerca, y recuerdo las veces que se quejaba y escupía una sustancia marrón que hedía y yo me lo aguantaba decidida, porque había que hacerlo.

Todavía recuerdo el día que tío Noel nos levantó a mi hermana y a mí para decirnos que mi abuelo se había muerto. No lloré. No se vale ser egoísta cuando la gente que uno quiere se hace pedazos.

Ahora tengo 33 años y todavía tengo frescas en la mente todas las veces que mi abuelo me buscaba a la escuela y me agarraba de la mano, y yo me sentía grande al lado suyo, porque él era así, gigante.

Todavía hay momentos en que lo siento cerca, porque un amor como el suyo no reconoce límites, y ando convencida de que siempre anda dándome la vuelta (para halarme la oreja cuando ande en riesgo de meter la pata).