sábado, 31 de enero de 2009

La espera




Algún día en cualquier parte,
en cualquier lugar
indefectiblemente te encontrarás a ti mismo,
y ésa, sólo ésa,
puede ser la más feliz
o la más amarga de tus horas.

Pablo Neruda




No hacían falta explicaciones para entender lo que sucedía en aquella sala. Los bips de las máquinas se dejaban escuchar a través de las paredes azules, frías. Sillas grises. Aire denso. Imperturbable. Casi podía cortarse a tiras con el filo de un bisturí. El silencio solo era interrumpido por las pocas veces que nos atrevíamos a respirar. La humedad se te metía por dentro, hurgando poco a poco hasta llegar a los huesos. Penetrante. Las paredes estaban marcadas por las huellas de todos los que alguna vez habían estado allí.


Sentado frente a mí, un joven. Me fijé en él porque se agarraba el rostro con fuerza y lloraba. Con toda seguridad la misma razón nos había encontrado. Movía su cabeza con coraje como si se negara a creer lo que sucedía. Su cara estaba roja. Las lágrimas le inundaban las mejillas. No le importaba mi presencia. Agonizaba. Yo miraba como se rompía por dentro. Sentía el nudo que tenía en el pecho. Cada vez apretaba más.


La puerta se abría de vez en cuando y los bip, bip, bip se hacían más fuertes. Se escapaba por momentos el sonido de los compresores al unísono. Mis ojos impacientes trataban de ver por el espacio que se abría en un segundo. Medidores de presión artificial que no paraban. Suplicio que corría por venas al compás de un motor. Cablería enterrada en cuerpos ya indiferentes. Sombras reposadas sobre camillas. Sufrimiento colectivo mitigado por drogas alucinantes.


No crucé ni una palabra con él. ¿Qué iba a decirle? Que la vida es así. Que la voluntad de Dios es inevitable. Nadie quiere escuchar eso en momentos como este.


Lo miraba. A veces se agarraba la cabeza entre las manos y la apretaba como si quisiera explotarla. Luego se levantaba. Caminaba hacia la ventana y se quedaba un rato con la mirada perdida. Después volvía a su silla y se quedaba en silencio. Inmóvil.


Según pasaba el tiempo su ánimo decaía más. Y yo decaía con él. Era inevitable. A cada minuto su cuerpo parecía más pequeño. Sus ojos gritaban en silencio buscando una respuesta inexistente.


Todavía no era la hora. Entonces, se abrió la puerta y una mujer vestida de blanco salió como un celaje a buscarlo. Él se levantó. Sus piernas se movían como si cada una pesara mucho más que un cuerpo inerte. Ya no se podía hacer nada. Caminó hasta la puerta y me miró. Entonces tuve la certeza de que la próxima vez la noticia sería para mí.

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