martes, 31 de agosto de 2010

Carta a mi amiga, Marisara

Flaca, traté de escribir algo el día que, a través de un mensaje de texto, me enteré de lo que te pasaba… te confieso que no pude escribir más de una oración, cada vez que lo intentaba terminaba llorando como Magdalena. Salí corriendo y me compré un chocolate – de esos que me pasabas en clase como si estuviésemos contrabandeando algo prohibido – y cuando me lo metí a la boca no lo pude evitar, lloré. En menos de 1 minuto me pasaron por la mente tantas cosas… todas parecían absurdas, todas una mala broma, todas imposibles… pero no lo eran. Estabas tú, una de las personas más libres que conozco, postrada en una cama conectada a una máquina que respiraba por tí. Ese día no pude tocar un libro. ¿Quién podía? Ese día le cuestioné a Dios lo que pasaba, le hice mil preguntas, mil cuestionamientos…

Fui al hospital, pero la verdad es que no tenía ni ganas, ni intención, de verte. La descripción que me daban no concordaba contigo, me sonaban ajenas… porque eres demasiado libre. Si fueras un sonido de seguro serías el sonido que hace una botella de refresco cuando la abres, porque la energía y la curiosidad se te salen por los poros. (Perdón por la comparación, pero es el sonido más chispeante que se me ocurre.)

Ese día, después de muchas peleas internas, te imaginé de pie encima de una de las murallas de ese castillo que tanto quieres, con el pelo suelto – como siempre – con todas las ganas de lograr un cambio en el mundo, y entendí que no te podía obligar a quedarte. Te dí mi consentimiento – como si tuviera autoridad para ello – para que tú misma decidieras cuál sería el plan de viaje, para que decidieras si era el momento de abrir las alas. Y tú, para variar, decidiste que no era como decían, que, como dijo Madgiel, ese no era tu último capítulo. Luchaste (y luchas) y sigues aquí. Tú re-naciste Flaca, pero nosotros "volvimos a ser gente".

Gracias.

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