lunes, 17 de mayo de 2010

24 horas después


En la madrugada del domingo, al filo de la una y pico, sentí que estaba sentada encima de una lavadora… pero no, porque a fin de cuentas, no tengo… temblaba la tierra. Y tembló como no temblaba hace mucho, mucho más de lo que llevo yo de existencia por estos lares según me cuentan. Horas más tarde, las iglesias estaban tan atestadas de gente que parecía que se iban a salir por las ventanas y las puertas. Y a mí, que me confieso ferviente creyente en el Ser supremo, se me hace bastante fácil pensar que es muy sencillo vestirse bonito, montarse en un carro y llegar a una iglesia a “arrepentirse” (por si acaso) y al otro día del arrepentimiento ni me acuerdo y que cojan a los estudiantes y los saquen a macanazos… vaya usted a saber qué arrepentimiento es ese.

En la mañana del lunes me siento en el recibidor de una agencia federal a esperar para entregar un trabajo a mi profesora. A mi lado se sienta un funcionario que intenta, sin muchas ganas ni éxito, traducir una lista de términos técnico-legales para un caso (de asesinato) del Inglés al Español y concluye que no hay forma de traducir “a mustache in the face” porque es ridículo, total ¿en dónde más puede haber un bigote? Llega una traductora, más contenta que un perro con dos rabos, porque consiguió un autógrafo de Rubén Blades de carambola mientras esperaba por un caso allá en la Chardón. No muy lejos un agente federal no le ve la lógica a una orden de un tribunal que impide que se le brinde agua y comida a unos estudiantes en huelga; razonamiento con el que todo el mundo, sin excepción, en ese recibidor, está de acuerdo. Escucho de otro que el gobernador de mi país le huye a los estudiantes, que fueron acompañados de reporteros de CNN a hablarle porque “no estaba preparado” para hablar con ellos y a todos nos invade un sabor amargo en la boca.

24 horas después del temblor me reafirmo en que no hay nada nuevo, que no hay diferencia entre unos y otros, que no hay argumentos para perpetrar el marasmo en el que estamos sumidos. Que al final, nuestro país es nuestro, y los problemas que tenemos no son de unos o de otros, son de todos. O remamos todos para el mismo lado o nos hundimos hasta la coronilla. Yo por mi parte, de ahora en adelante andaré con una careta en mi cartera. Últimamente solo veo kamikazes poniendo tácticas de avestruz en acción y me niego a ahogarme por algo que no valga el sacrificio.

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